lunes, 15 de septiembre de 2008

Yo tuve un amigo - Rafael "Yuca" González


Yo tuve un amigo, enorme, de ojos muy redondos, rojos y muy juntos, que nunca supieron irradiar odio. Lo conocí muy joven, en su ardiente pueblo de tierras fértiles, de gente animosa y lleno de historias contadas y por contar. Hombre de primaria completa y alpargatas de caucho. Conversador de nacimiento y viajero por excelencia, incapaz para el encierro y la eternidad de las obligaciones.

Sólo le bastaba el saludo para que se abrieran todas las puertas, la tertulia de calle, de patio, de esquina, este era su mundo de gracia Y expresión. Hábil para descubrir más allá de los rostros esos detalles que se expanden con el estímulo de las palabras. Así era él, gigantesco y dócil a la vez. Fue persona de constantes episodios, se entendió con un sinfín de oficios: cacería, agricultura, pesca, conductor de tractores, camiones y autobuses, trabajador comunitario y tantos otros, con más de cien kilos nadaba (flotaba) sin ningún inconveniente.

Anduvimos muchos pueblos, muchas regiones, siempre alguien gritaba de lejos su apodo, siempre había un conocido, ningún caserío le parecía extraño. Era como si hubiera existido siempre en la aventura de andar entre las historias de los pueblos y su gente, entre mares, montañas y llanuras. Lo saludaban los viejos como si lo reconocían desde historias contadas y le caía bien a los niños, casi como un juguete.

Cuando cocinaba, se callaba ante el hervor de algún guiso como tratando de descubrir un secreto en aquella fogosa mezcla de sabores, comer era una pasión casi espiritual. Amante de los sancochos de río, esos que despejan cualquier tristeza y la convierten en celebración.

Como un niño, lo vi asombrarse ante la invasión que bajaba del cielo y aparecía entre las montañas, aquel algodón viajero se posaba en los techos y todo se empañaba, era la neblina tan ajena a su pueblo y era un juego reconocer las siluetas de la gente para saludar.

Lo vi tratando de mejorar su ortografía y su redacción, sentado lo vi queriendo aprender a escuchar a la gente. Muchas noches caminamos borrachos de pueblo a pueblo, ir por las calles sin encontrar la casa, amanecíamos sentados en una caja de cervezas festejando y celebrando sencillamente el amanecer.

Amigo de todos los amigos, no hubo región donde pasara inadvertido y al final todos le perdonaban las atrevido de vivir con pocas normas, sólo las que fueran visibles y palpables a futuro más que inmediato. Tiempo después me dijo que quería aprender a tocar la bandola de ocho cuerdas y no se lo tomé en serio. Entrado en los cuarenta y con su pelo apenas canoso, un disparo de escopeta en manos de un cobarde acabó con la grandeza de la aventura de vivir de un amigo que yo tuve.

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