A Mozart de uno de sus dolientes
Mozart, con tu peluca estrellada por el rocío, con tu solemne cara de tonto,
con tus lindos zapatos de papel plateado
y tu piano como una gran caja de chocolaticos recién abierta,
Mozart, pequeña gota de perfume sobre mis párpados,
con tu niñez de oro paseándose por entre deslumbrantes espejos,
Mozart, mi pobre niño prisionero de las magníficas vitrinas,
mira, Mozart, a nadie la falta Dios en este mundo,
y yo soy entre los dos o tres voluntarios que ese día asistieron a tu deplorable funeral,
tal vez el único en saber dónde fue por fin que te enterraron.
No venderé ese secreto por menos de un centavo,
no se lo confiaré a nadie salvo que me remunere la moneda de oro que insistentemente me reclaman los empresarios de pompas fúnebres por el miserable ataúd comprado a crédito en que te depositaron para enterrarte secretamente como un tesoro de diamantes.
Aquiles Nazoa
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