Fotografía: Abel García Sanoja
El mal fotógrafo
Recuerdo a mi padre alejarse del grupo donde se servía limonada. En las playas o los jardines, siempre tenía algún motivo para apartarse de nosotros, como si los niños causáramos insolación y tuviese que buscar sombra en otra parte.
Puedo ver su cara recortada en el quicio de una puerta, fumando con desgano, con la rutina parda del adicto que hace mucho dejó de disfrutar el vicio. Nunca se quitaba la corbata. Para él las vacaciones eran el momento en que se manchaba la corbata y no le importaba. Sólo se ponía otra al volver al trabajo.
Supongo que nunca se adaptó a nosotros. Nos tomaba en cuenta con la calmosa dedicación con que alguien deja caer gotas azules en un acuario.
También el verdadero sol lo molestaba. Le sacaba pecas en los antebrazos, cubiertos de vellos rojizos. No era un hombre de intemperie. Lo único que disfrutaba de las vacaciones era el trayecto, las muchas horas a bordo del coche. Entonces cantaba una canción sobre un caballo de carreras. Aunque el caballo perdía siempre, su voz sonaba feliz y libre. Una voz hecha para el camino.
Distanciarse estaba en su carácter. Nunca lo vimos tomar una fotografía, pero las fotos que encontramos muchos años después deben ser suyas. Estuvo suficientemente cerca y suficientemente lejos de nosotros para retratarnos. Lo imagino con una de esas cámaras que se colgaban del hombro y tenían estuche de cuero.
Las fotos recogen jardines olvidados y casas donde tal vez dormimos una noche, en camino a otra parte. Entonces éramos más rubios, más blancos, más antiguos. Una época pálida, antes de que la fotografía a color se volviera enfática. A mi padre le iban bien esos tonos indecisos, donde un coche azul parecía más gris de lo que era.
Nadie guardó las fotos en un álbum, tal vez porque eran malas, tal vez porque pertenecían a una época que se volvió complicado recordar.
En las tomas aparecen objetos que sólo a mi padre le hubiera interesado retratar. Las bancas, los postes de luz, los tejados, los coches –sobre todo los coches- sobreviven mejor que nosotros. Ciertas fotos oblicuas o movidas parecen tomadas desde un auto en movimiento.
El dato final y decisivo para asociarlas con mi padre es que después no hubo otras. Una tarde subió a su Studebacker y no volvimos a saber de él.
Las fotografías aparecieron en un desván, dentro de una maleta con correas, estampada con nombres de hoteles a los que no fuimos nosotros. Supongo que las dejó ahí para que lo conociéramos de otro modo, para que supiéramos lo mal fotógrafo que había sido, cuán frágil era su pulso, la falta de concentración que determinaba su mirada. Un detective a sueldo hubiera hecho mejor trabajo.
¿Es posible que el autor de las fotografías sea otro? No lo creo. La torpeza, el desapego, la atención vacilante son una firma clara.
De mi padre sabemos lo peor: huyó; fuimos la molestia que quiso evitarse. Las fotos confirman su dificultad para vernos. Curiosamente, también muestran que lo intentó. Con la obstinación del mediocre, reiteró su fracaso sin que eso llegara a ser dramático. Nunca supimos que sufriera. Ni siquiera supimos que fotografiaba.
Hubo un tiempo en que vivimos con un fotógrafo invisible. Nos espiaba sin que ganáramos color. Que alguien incapaz de enfocar nos mirara así, revela un esfuerzo peculiar, una forma secreta del tesón. Mi padre buscaba algo extraviado o que nunca estuvo ahí. No dio con su objetivo, pero no dejó de recargar la cámara. Sus ojos, que no estaban hechos para vernos, querían vernos.
Las fotos, desastrosas, inservibles, fueron tomadas por un inepto que insistía.
Una tarde subió al Studebacker. Supongo que cantó su canción del caballo, una y otra vez, hasta que en un recodo solitario ganó, al fin, una carrera.
Juan Villoro
Puedo ver su cara recortada en el quicio de una puerta, fumando con desgano, con la rutina parda del adicto que hace mucho dejó de disfrutar el vicio. Nunca se quitaba la corbata. Para él las vacaciones eran el momento en que se manchaba la corbata y no le importaba. Sólo se ponía otra al volver al trabajo.
Supongo que nunca se adaptó a nosotros. Nos tomaba en cuenta con la calmosa dedicación con que alguien deja caer gotas azules en un acuario.
También el verdadero sol lo molestaba. Le sacaba pecas en los antebrazos, cubiertos de vellos rojizos. No era un hombre de intemperie. Lo único que disfrutaba de las vacaciones era el trayecto, las muchas horas a bordo del coche. Entonces cantaba una canción sobre un caballo de carreras. Aunque el caballo perdía siempre, su voz sonaba feliz y libre. Una voz hecha para el camino.
Distanciarse estaba en su carácter. Nunca lo vimos tomar una fotografía, pero las fotos que encontramos muchos años después deben ser suyas. Estuvo suficientemente cerca y suficientemente lejos de nosotros para retratarnos. Lo imagino con una de esas cámaras que se colgaban del hombro y tenían estuche de cuero.
Las fotos recogen jardines olvidados y casas donde tal vez dormimos una noche, en camino a otra parte. Entonces éramos más rubios, más blancos, más antiguos. Una época pálida, antes de que la fotografía a color se volviera enfática. A mi padre le iban bien esos tonos indecisos, donde un coche azul parecía más gris de lo que era.
Nadie guardó las fotos en un álbum, tal vez porque eran malas, tal vez porque pertenecían a una época que se volvió complicado recordar.
En las tomas aparecen objetos que sólo a mi padre le hubiera interesado retratar. Las bancas, los postes de luz, los tejados, los coches –sobre todo los coches- sobreviven mejor que nosotros. Ciertas fotos oblicuas o movidas parecen tomadas desde un auto en movimiento.
El dato final y decisivo para asociarlas con mi padre es que después no hubo otras. Una tarde subió a su Studebacker y no volvimos a saber de él.
Las fotografías aparecieron en un desván, dentro de una maleta con correas, estampada con nombres de hoteles a los que no fuimos nosotros. Supongo que las dejó ahí para que lo conociéramos de otro modo, para que supiéramos lo mal fotógrafo que había sido, cuán frágil era su pulso, la falta de concentración que determinaba su mirada. Un detective a sueldo hubiera hecho mejor trabajo.
¿Es posible que el autor de las fotografías sea otro? No lo creo. La torpeza, el desapego, la atención vacilante son una firma clara.
De mi padre sabemos lo peor: huyó; fuimos la molestia que quiso evitarse. Las fotos confirman su dificultad para vernos. Curiosamente, también muestran que lo intentó. Con la obstinación del mediocre, reiteró su fracaso sin que eso llegara a ser dramático. Nunca supimos que sufriera. Ni siquiera supimos que fotografiaba.
Hubo un tiempo en que vivimos con un fotógrafo invisible. Nos espiaba sin que ganáramos color. Que alguien incapaz de enfocar nos mirara así, revela un esfuerzo peculiar, una forma secreta del tesón. Mi padre buscaba algo extraviado o que nunca estuvo ahí. No dio con su objetivo, pero no dejó de recargar la cámara. Sus ojos, que no estaban hechos para vernos, querían vernos.
Las fotos, desastrosas, inservibles, fueron tomadas por un inepto que insistía.
Una tarde subió al Studebacker. Supongo que cantó su canción del caballo, una y otra vez, hasta que en un recodo solitario ganó, al fin, una carrera.
Juan Villoro
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